Satz, Mario. Bibliotecas imaginarias. Barcelona: Acantilado, 2021. 208 p. (Cuadernos; 107). ISBN 978-84-18370-59-5.
La obra que tenemos entre manos es una prodigiosa colección de historias que transitan por tres ámbitos históricos y culturales que definen a la perfección el sello vital y la perspectiva del mundo de su autor: Oriente Medio, con los orígenes de la religión judeocristiana y del Islam, la Europa que bebe de estas y otras fuentes de la Antigüedad, y la alejada Asia, que no se queda atrás en el desarrollo de una cultura, también bibliográfica, de honda tradición.
Las 42 historias que componen Bibliotecas imaginarias, cortas e intensas, suman un total de 208 páginas. En ellas, Mario Satz nos deleita con una escritura aquilatada y poética. Las frases con las que se cuentan sus historias suenan con perfección y claridad, ya desde la primera de la historia inicial, titulada «El canal de las estrellas»: «La mañana en que Paul-Émile Botta descubrió en la ciudad de Nínive los restos de la gran biblioteca de Asurbanipal llovía mansamente», lo que nos recuerda a otros grandes comienzos de la literatura.
Ese es el nexo común de estas historias: la presencia de los libros, la lectura y las bibliotecas que dan cobijo tanto a los tesoros bibliográficos objeto de lectura y veneración, como a los lectores y estudiosos que les dan razón de ser. Tales bibliotecas son sugeridas como imaginarias aunque algunas ciertamente existieron; y resultan coherentes en su lugar, tiempo y perspectiva de quienes, según nos cuenta el autor, pudieron vivir y trabajar en torno a ellas.
Podemos mencionar algunas, además de la anterior: la biblioteca de la Casa de la Vida de Bubastis, en Egipto; la de los impresores venecianos Luca y Sara Soncino; la de un monasterio cristiano en la abrupta costa de Irlanda en época medieval; la del Jardín de los Perales en Flor, en la antigua China; los Archivos Secretos del Vaticano; la de Muhammad al-Gafequi, el oculista de Córdoba; la Cabaña de Leer del Shōgun; la minúscula biblioteca de viaje de Quevedo; el Serapeum de Saqqara en el que apareció la estatua del Escriba sentado; la biblioteca de Pitágoras en Lilibeo (Marsala, Sicilia); la biblioteca de los esenios de la que formaron parte los manuscritos del mar Muerto; la de Medina Azahara de Abderramán III; la del pintor y calígrafo Yong Ku en las inmediaciones del templo de Naksansa, en Corea; la del palacio de Paolo Carnesecchi, en Florencia, donde Paolo Uccello estudiaba geometría con Manetti; o la biblioteca del Antiguo Palacio de Verano de los emperadores de la dinastía Qing, en Pekín, saqueado por ingleses y franceses en 1860 durante la Segunda Guerra del Opio; la biblioteca de Ovidio en el exilio, en Tomis, cerca de la actual Constanza (Rumanía) junto al Mar Negro, el lugar más remoto del Imperio al que César Augusto pudo desterrarle y sus recuerdos de aquella que había disfrutado en su casa de campo a las afueras de Roma (Antón, 2020);[1] la pequeña biblioteca privada forrada de corcho de Maria da Souza Oliveira (que nos recuerda otras habitaciones para el retiro literario memorables, como la de Proust); la biblioteca subterránea en espiral del orfebre Yehuda Ofer de Praga; la macabra conexión entre la biblioteca de la Universidad de Dresde y la de la escuela judía infantil de Salónica ‒para mí una de las historias más impresionantes‒; la biblioteca imaginada por Jenofonte en su Anábasis; la biblioteca secreta, oculta en una Torre, de los judíos a las afueras de una Gerona cercada por la peste; parte de la biblioteca personal de Ali Ben Ziyad al-Quti que a mediados del siglo XV huye desde Toledo hacia Tombuctú y que vuelve, quinientos cincuenta años después, de la mano de su descendiente Ismaël Diadié Haïdara; y por último, Satz también nos recuerda la historia más simbólica de todas las contadas, la de la biblioteca del tirano Pisístrato (607–527 a.C.), que pudo ser una de las primeras bibliotecas de la historia abiertas a la lectura pública y que se fue conservando y transformando, pasando por las manos y los cuidados de otros propietarios destacados: de Jerjes a Seleuco Nicátor, de Aristóteles a Teofrasto, de Neleo de Escepsis, hasta sus herederos, que decidieron enterrarla cerca de Pérgamo. Años más tarde el erudito Apelicón de Teos pudo comprar la biblioteca y apoyar la primera edición de la obra de Aristóteles. Después, Sila, el conquistador romano de Atenas, decidió trasladarla a Roma, para orgullo del nuevo Imperio, a pesar de que nunca leyó ni uno de los documentos que compró.
Las bibliotecas imaginarias de Satz no son tan imaginarias, como decimos, y la biografía de su autor nos hace vislumbrar los intereses que influyen en la composición de estas 42 historias. Mario Satz, de segundo apellido Tetelbaum, nació en Coronel Pringles, en la Provincia de Buenos Aires en 1944, en el seno de una familia de origen judío. Tras realizar los estudios secundarios en Argentina, inició numerosos viajes por Sudamérica, Estados Unidos y Europa. Entre 1970 y 1973 vivió en Jerusalén, estudiando la cábala, la Biblia y antropología e historia de Oriente Próximo. En 1977 recibió una beca del gobierno italiano para investigar en Florencia la obra de Giovanni Pico della Mirandola, suponemos también debido a su interés por la cábala. Reside en Barcelona desde 1978, donde se licenció en Filología Hispánica y ha escrito numerosas obras de poesía, novela, literatura infantil y ensayo.
Entre sus últimas obras destacan las publicadas en la Editorial Acantilado, como la presente Bibliotecas imaginarias (2021) y también Pequeños paraísos: el espíritu de los jardines (2017) y El alfabeto alado (2019). Al mismo tiempo escribe obras pensadas para un público infantil y juvenil como La pluma (2018) o El camino (2019), publicadas por Akiara Books, pues el autor nos cuenta que desde que cumplió los sesenta «me di cuenta de que había un montón de relatos que quería escribir para niños y adolescentes. En primer lugar, para homenajear a mis padres; y en segundo, porque yo mismo estaba más cerca de mi infancia que cuando era joven, solo que ahora en el camino de vuelta».
Todas sus obras destacan por lo que algunos han llamado poesía en prosa y otros prosa lírica, por contener relatos breves pero intensos. Algunos críticos les recuerda a Calvino por lo exótico, lo variado y singular de sus hallazgos, destacando su erudición pero al mismo tiempo el lenguaje, preciso, sintético y poético. Algunos califican estas últimas obras de Mario Satz como breviarios con muchas lecturas, erudición concentrada y de textos con caricia poética.
Nosotros volvemos a las imágenes de las bibliotecas aquí reseñadas para confirmar nuevamente las virtudes de la escritura de Satz y asentir sobre la importancia de la escritura, la lectura y la transmisión de obras escritas durante siglos tal como lo expresa el autor en el último párrafo de la obra:
El saber no quiere extinguirse, pero tampoco permanecer para siempre allí donde se formulan sus ideas. Las bibliotecas, como las piedras talladas para la construcción, van de la vieja a la nueva casa entre manos que se interrogan menos sobre su origen que acerca del milagro de su continuidad. La inmortalidad de un libro radica en su escritura, y la inmortalidad de la escritura en la voz humana que, transcribiéndose a sí misma, se zafa de las fauces del tiempo para asombro de quien todavía la pueden leer.